Por Avelino Zurro
Si la historia del deporte argentino fuese un océano y sobre su superficie emergiese un barco con el nombre de Generación Dorada, todo el mundo sabría a qué nos referimos.
Rápidamente nombrarían a Ginobili, Delfino, Scola y Nocioni, entre otros. Sabrían que este grupo de basquetbolistas lograron medallas olímpicas: oro en Atenas 2004 y bronce en Pekín 2008. También resaltarían el subcampeonato mundial en Indianápolis 2002 y otros títulos logrados en Latinoamérica.
Hablarían largo y tendido de los famosos San Antonio Spurs, el equipo texano de la NBA al que Manu Ginobili hizo casi argentino. Se hablaría de ellos, como la mejor selección del deporte nacional. También se resaltaría su compañerismo, su lealtad hacia la camiseta y el legado que será transmitido de generación en generación.
Así definida, en tan solo ciento veintiséis palabras, flota sobre el océano que representa el deporte argentino la nave insignia que nos enorgullece a todos.
Pero para los que nos gusta el boxeo, si buceamos en las profundidades de nuestro deporte, podemos encontrar un tesoro de cuya existencia muy pocos tienen conocimiento.
Me refiero a otra Generación Dorada. La que está conformada por un grupo de siete boxeadores que nos representó en los Juegos Olímpicos de Sidney 2000.
Esta camada estaba formada por Omar Narvaes, Ceferino Labarda, Israel Pérez, Víctor Hugo Castro, Guillermo Saputo, Mariano Carrera y Hugo Hernán Garay.
Un grupo de chicos de diferentes partes del país que fueron elegidos para integrar la selección argentina de boxeo amateur y recibir las enseñanzas del inigualable entrenador cubano, el maestro Sarbelio Fuentes.
Deportivamente tuvieron dos vidas. Una, la amateur, donde dejaron bien en alto al boxeo argentino a lo largo de todo el mundo, con varios resultados para destacar: el título conseguido por Cachito Pérez en el Mundial Juvenil de Argentina 1998, las medallas doradas en los Juegos Panamericanos de Winnipeg 1999 de Víctor Hugo Castro y Omar Narvaes, quien también logro el primer puesto en el Cordova Cardin (Cuba) más el subcampeonato en el Mundial de Houston, ambos en 1999. Coronaron la instancia amateur con la participación en los Juegos Olímpicos de Sidney, sin lograr medalla alguna. Aunque Cachito Pérez volvió a destacarse con un diploma que premiaba su quinto puesto.
Cerrado el ciclo olímpico, pasaron todos al profesionalismo. Se fueron a entrenar a Corral de Palos, Córdoba, con el recordado Carlos Tello. Con muy pocas peleas en el campo rentado, comenzaron los éxitos. Dejaron de ser promesas para empezar a ser vistos como el futuro del boxeo nacional. Así llegaron los títulos. Varios fueron campeones argentinos y obtuvieron cinturones sudamericanos y latinos. Pero tres de ellos fueron campeones del mundo. Llegaron al Olimpo del boxeo: Narvaes, Carrera y Garay. Cachito Pérez estuvo cerca pero perdió la chance en dura pelea en el lejano Japón.
En casi un siglo de historia, el boxeo argentino dio cuarenta y un campeones del mundo. Que tres de estos pertenezcan a una misma camada, que hayan transitado el mismo camino en el amateurismo y el profesionalismo, que hayan entrenado en los mismos gimnasios y con los mismos entrenadores, merecen largamente el mote de Generación Dorada… del boxeo argentino.
Este deporte cuenta con innumerables títulos mundiales. Además fue el que logró más medallas olímpicas. Pero todo desparramado en casi un siglo de historia. Sin continuidad y sin planificación a través de políticas deportivas. Lo logrado fue por arrestos individuales, sacrificios de unos pocos y un esmero a prueba de todo.
El boxeo no es sinónimo de comodidad ni de seguridad en el corto plazo, tampoco de tranquilidad a futuro. Su inicio es como un salvavidas en el medio del océano. Es conocido por todos el origen de muchos de nuestros boxeadores. De las necesidades que pasan, de la inclusión que les puede llegar a brindar el deporte, en el mejor de los casos. Que solo unos pocos se han salvado económicamente. Que todos han sufrido la falta de protección por parte del Estado una vez que dejan de combatir. De la inexistente legislación que los proteja en lo que parece, en términos navieros, luchar contra la corriente.
Deportivamente hablando, las dos Generaciones Doradas están formadas por deportistas talentosos que han logrado destacarse a nivel mundial. Una, con muchísimos más pergaminos deportivos; pero la otra, dentro de su deporte, ha dejado una gran huella.
Social y políticamente hablando son realidades distintas. Por un lado, el básquet se nutre de jóvenes de colegios y clubes para después transformarlos en profesionales y estos, a su vez, acomodan su vida en base a sus logros. Por el otro, el boxeo les abre la puerta a todos aquellos que quieran escapar o evitar su realidad y lucharla dentro de un deporte duro, individualista, sin protección estatal o privada y esperando algún guiño del destino.
Pero el faro llamado éxito en la Argentina le marcó el camino a la Generación Dorada del basquetbol, que navega mansamente disfrutando de aguas tranquilas; la otra, sin señal de la costa, sigue nadando contra el clima, el destino y la desatención de casi todos. Luchando, como siempre, con el cuerpo como bandera y surcando las aguas de este inmenso océano que es la realidad argentina.